miércoles, 14 de diciembre de 2011

El Polo Sur o Tocar la Nada




Hoy se cumplen 100 años de la llegada del primer ser humano al Polo Sur. Sólo 100 años. En la historia de la humanidad 100 años son apenas un abrir y cerrar de ojos. Imagino la existencia de esa gran extensión de hielo y viento, tan solo habitada por algunos pingüinos, durante siglos y siglos, ignorados por el hombre, tierra inhóspita y virgen. Imagino el silencio atravesado por las batidas feroces del viento desbocado, imparable. La oscuridad de la larga noche del invierno polar, interrumpida por la magia de la Aurora Austral, sin ningún espectador que pudiera admirarlo y contarlo transformándolo en arte humano.



¿Por qué será que los hombres tienen esa necesidad urgente de explorar, de llegar a donde nadie ha llegado antes? Más allá de la necesidad de conocimiento, de acumular información, se me ocurre que debe haber algo irresistible en la experiencia de ser el primero que pone el pie en territorio virgen. En nuestra visión antropocéntrica del mundo, la tierra no tocada por el hombre no existe. Al conocerla, le damos un nombre, una descripción y una existencia. Lo conozco, y ahora ES. Antes de eso, es sólo un concepto, un “algo”, que nadie antes vio, y por lo tanto, es algo pero es nada al mismo tiempo, porque no lo podemos ver. Poner el pie en ese lugar inédito es como tocar la nada, el vacío. El explorador sabe que una vez que haya logrado estrenar el lugar, ya no será la nada, sino que pasará a formar parte del mundo conocido, explorado, y habrá que buscar un nuevo desafío. Pero ese anhelo, el anhelo de tocar la nada y poner todo su empeño en logarlo, contra viento y marea, es lo que mueve su vida.



Me fascina esa curiosidad inquieta e insaciable que creo todas las personas tenemos, pero que sólo los grandes expedicionarios se animan a llevar como bandera hasta las últimas consecuencias, hasta dejar su vida en ello. Me gusta pensar que la nada, la tierra indómita, está al alcance de la mano. Está en todas partes porque nunca sabemos a ciencia cierta qué pasará a continuación, cómo se desarrollará la experiencia. El mundo se crea a sí mismo constantemente, está en cambio permanente. Puedo pensar que la nada está constantemente generando todo lo que se presenta ante nuestros ojos. Los cierro un momento, y antes de abrirlos, imagino que soy Amundsen poniendo su bandera en la vastedad helada del polo…

jueves, 1 de diciembre de 2011

Adviento

 

En aquellas mañanas de invierno estrenado antes de tiempo, al oír la voz de la madre que me llamaba a levantarme, abría un ojo y la pereza me dominaba. Un ratito más entre las sábanas calentitas… la calefacción no se encendía hasta las 11 de la mañana y la casa estaba muy fría al amanecer. Pero aquella vez me asaltó una fecha: 1º de diciembre. El camino hacia la Navidad se había iniciado, tiñendo el cielo madrileño de un azul aún más profundo si cabe, haciendo las luces nocturnas más intensas, y toda la ciudad, el barrio, la casa, tenían de repente otro color, el de la fantasía y la magia.

En esos despertares donde el encanto le ganaba el pulso a la rutina, salía de un brinco de la cama y me acercaba hasta el calendario de cartón adornado con una imagen navideña que era muy parecida año tras año, y que a mí me parecía nueva y a la vez conocida, una imagen tan familiar y tranquilizadora como la del propio hogar. Cada día de diciembre podía abrir una ventanita, y sólo una, hasta llegar a la ventana del 24, que era más grande que las otras y ocupaba un lugar central. Yo sabía que esa imagen representaría un nacimiento, como todos los años, pero abrirla era un acto solemne, de culminación de un camino, y de confirmación de la fiesta que se acercaba. Y cada mañana, me deleitaba al descubrir qué imagen me deparaba el día: unas campanitas, un arbolito de Navidad, una rama de acebo, un pastorcito, un pájaro en la nieve. Era sólo eso, una simple imagen, no había un caramelo, ni un chocolate, ni una pegatina, solamente esa imagen escondida…pero para mi era un regalo muy especial. 

Hoy me encuentro, en esta primera mañana de diciembre, en el Hemisferio Sur. Los días son más cálidos, no más fríos, y la luz del día más intensa y duradera que la del mes anterior. Nada hay en mi entorno que me evoque los recuerdos asociados a esta fecha, salvo una palabra: adviento. Hoy mis hijos recibirán un calendario donde cada día esconde un pequeño regalo, no una imagen. Pero a mí me gustaría comenzar mis mañanas de diciembre con ganas de abrir una ventanita que descubra cuál será mi imagen del día, qué sorpresa me está reservada: ¿será un rayo de sol sobre el lago, o una nueva flor en el jardín?, o quizás el rostro de un amigo del que hace tiempo que no sé nada y de repente me escribe? Creo que para mí este año el adviento será sobre todo esto, estar atenta a descubrir cuál es la imagen escondida del día, y mantener esa predisposición de curiosidad, asombro y alegría que tenía cuando me despertaba en un piso frío de Madrid y me acercaba a abrir las ventanitas de mi calendario…

lunes, 17 de octubre de 2011

Detrás de las palabras



A veces me pregunto qué habrá detrás de las palabras. Me gustaría mirar detrás de cada palabra como niño curioso que mira debajo de la alfombra. ¿Qué realidad esconderá cada palabra escrita, cada frase, cada sonido emitido? Ha de ser diferente para cada uno, y para cada momento. La misma palabra, depende de cuándo y quién la diga, esconderá esperanzas, miedos, sorpresa, vergüenza. A veces simplemente ignorancia, o incluso tedio: palabra repetida como canción insulsa del verano, para rellenar el hueco, para nada, por nada, solo porque quiere salir y sale, así sin más.

A veces voy un poco más allá y me gustaría saber qué hay detrás de  la mente, cómo se siente cruzar del otro lado, cómo se verán las cosas desde allá. Quizás ya no haya más palabras, ni pensamientos, ni imágenes. Imagino ese “espacio”, por llamarlo de alguna manera, como un descanso infinito, fresco y liberador.

Escribo para hacerme amiga de mis palabras, para darles libertad, para que no se sientan tan oprimidas y para que dejen de rebelarse contra mí. Escribo desde que me di cuenta de que las palabras son los enanos de mi circo. Cada tanto, cuando ya no aguanto más el estruendo de sus ruidosas pataletas, me las llevo a jugar a un parque imaginario, que es una hoja de papel o un ordenador, según lo que tenga más a mano, y se quedan tranquilas por un rato.

Entonces puedo dedicarme a otras cosas. Puedo trabajar, hacer la comida. Incluso me doy el lujo de sentarme a meditar. Meditar para mí es dejar que los pensamientos salgan, se aireen, se agoten, e intentar intuir qué hay detrás. A veces observo por una pequeñísima mirilla que encuentro en la enorme puerta cerrada, tapada por la maraña de palabras, imágenes, recuerdos y pensamientos que han ido creciendo sin control durante mis 40 años de vida. Ahora tengo una podadora que se llama escritura, y otra que se llama meditación. A veces esas herramientas logran hacer un agujerito en el muro impenetrable, pero yo nunca sé dónde está esa rendija. Por más que me esfuerce por buscarla, aparece siempre de golpe, cuando menos me lo espero. Intento mirar por ese agujerito tan pequeñito, casi imperceptible. 

Pero cuando empiezo a creer que por fin se ve algo, me nacen nuevas palabras, rebeldes incorregibles, que crecen y crecen, tapando otra vez el dichoso agujerito, y me dicen vanidosas “¿no quieres ver qué escondo detrás de mí?” O algunas, más complejas, son como una flor diminuta y coqueta, que al intentar arrancarla desvela una raíz profundamente enterrada en las entrañas de la tierra, por más que tiras y tiras nunca llegas a verla… lo único que me queda por hacer, otra vez, es llevármela de paseo, con la esperanza de que quizás, algún día, cuando menos me lo espere, me desvele su secreto.

Foto: “La llave del corazón”, Alejandro Espinosa Mateo, en: http://obture.com/user/alexem88/photo/5070


lunes, 10 de octubre de 2011

La felicidad es el salto de una ballena


A veces, la felicidad es el salto de una ballena. Una danza frenética, un ritmo eléctrico de tambores. Repiqueteo de tacos sobre el tablao, vuelo vertiginoso de faralaes. Un estallido de pólvora de colores contra la noche de verano. Una carcajada incontrolable, que hace estallar el corazón en confeti multicolor desparramado por todo el universo. Una explosión, un grito jubiloso, como el que lanza el futbolero al ver el balón empotrado por fin en la red. Una carrera desbocada por la playa desierta, una canción alegre y disparatada.

Así me sentí la semana pasada, cuando recibí, de pronto, una magnífica noticia que me libera de una pesada carga, y a un ser muy querido, de un sufrimiento injusto, tedioso y prolongado.

En momentos como éstos, la alegría te posee, te emborracha. Contemplo la noticia como cuando de niña contemplaba extasiada y somnolienta el salón sembrado de globos y juguetes sin abrir, relucientes en una cristalina mañana de enero madrileño. Esta noticia es mi gran regalo sin abrir, es como una carroza plateada y resplandeciente galopando acelerada al baile de mi vida.

Sé que no durará demasiado la euforia. Abriré los regalos, me acostumbraré a ellos, los incorporaré a mi rutina. La vida volverá a ser “normal”. Incluso puede que tenga que salir corriendo en lo mejor del baile para buscar a los niños al colegio. ¡Pero qué bonito es entregarse a estas pequeñas fiestas sorpresa que nos regala el destino de vez en cuando!

Esta entrada se la dedico a mi gran amigo Arlo Hemphill, en un día muy especial de su vida. Arlo es escritor, conservacionista, explorador, y todo un superviviente. Le deseo todo lo mejor en esta nueva etapa que estrena hoy.

Foto: Daniel Alarcón Arias, en http://www.fotonatura.org/galerias/fotos/233858/

miércoles, 5 de octubre de 2011

Días de ceniza



En la ciudad donde vivo, esta semana sopla viento del Oeste, y en su paso arrastra las cenizas del volcán Puyehue hacia nosotros. El sol parece una luna llena apagada y mortecina, como una gran dama opacada tras un velo de luto, blanco grisáceo en lugar de negro. El lago apenas se vislumbra, y el horizonte se desdibuja en una especie de bruma opresora.

La ceniza vuela por todos lados, cubriendo de polvo todo lo que toca y apagando los colores de esta primavera que siempre solía asombrarme por su exhuberancia. Los resignados ciudadanos intentamos estar el menor tiempo posible al aire libre.  Vamos rápido de la casa al coche, del coche al colegio o a la oficina, y así, a pesar de la temperatura primaveral y de las horas de luz ganadas al invierno, pasamos la mayor parte de nuestro día encerrados en nuestras cajitas móviles e inmóviles, agazapados, deseando que llueva para que se limpie un poco el ambiente. Nos pica la piel, los ojos y la garganta, algunos sufren de dolor de cabeza, conjuntivitis o problemas respiratorios. Empezamos a preguntarnos cuánto va a durar este suplicio. La verdad es que aunque nos cueste reconocerlo, esta situación nos pone a todos de mal humor. Hace más de cuatro meses que el bendito volcán entró en erupción, y nadie sabe cuánto tiempo tardará en calmarse la bestia.

Hace un rato, mientras conducía mi coche y contemplaba la triste imagen del paisaje cubierto por esta especie de niebla seca e irritante, me esforzaba por hacerme consciente de que la belleza del lago, las montañas y los bosques, esa belleza rabiosa, exuberante y diversa que hace apenas unos días me maravillaba, sigue estando ahí, al alcance de nuestra mano, sólo que no podemos verla ni disfrutarla. En realidad, bastaría un pequeño soplo del viento del Este para que pudiéramos volver a respirar el aire puro  limpio de la montaña. El hermoso espectáculo de la cordillera patagónica se nos aparecería de nuevo en todo su esplendor, y volveríamos a encontrarnos en nuestro pequeño paraíso perdido.

Sin embargo, seguimos estando aquí, en el mismo lugar de siempre. ¿Cómo puede ser que un hecho tan caprichoso como un simple cambio de viento pueda sumirnos en esta especie de castigo sin remedio? Entre el cielo y el infierno, entre el gozo y el dolor, hay apenas un soplo de diferencia. Un pequeño cambio en el destino, y el paisaje, el aire, el agua, los bosques, se convierten en una caricatura grotesca de lo que nos parecía que eran. Solamente un pequeño filtro de ceniza, transforma nuestra realidad por completo. Parece que fuéramos incapaces de ver, de tocar, de respirar.

Hace tiempo que intento encontrar en las experiencias externas alguna clave sobre esta cosa a veces tan extraña que es la existencia humana. Y por eso trato de identificar cuántas veces nos ocurre algo parecido con nuestro estado emocional. Un simple cambio de aire, apenas imperceptible, en nuestro pensamiento, y de golpe lo vemos todo negro, velado, asfixiante. Necesitamos huir, escapar de esa relación, de ese trabajo que nos oprime, de este país que de pronto nos parece invivible. Quizás no seamos conscientes de que es un cambio de aire interno el que obró el cambio. Es mucho más fácil culpar a los factores externos de nuestra desgracia, que mirar hacia adentro, e intentar analizar porqué nos molestan tanto algunas personas, lugares o situaciones, qué es lo que cambió en nuestro interior que nos hace ver como insoportable algo que hace unos meses o unos años nos parecía maravilloso. 

Es verdad que a veces es necesario cambiar, moverse, desprenderse de lo que ya no nos sirve. Pero por otro lado, me parece sugerente imaginar que las cosas quizás no eran ni tan bellas antes, ni son tan horribles ahora. Por otro lado, hay realidades que nos persiguen desde que nacimos, y por mucho que nos empeñemos no podemos deshacernos de ellas, simplemente porque nos pertenecen. Esas realidades son nuestras pequeñas cruces personales, o trocitos de nuestro karma individual, y me gusta pensar que por algo estarán ahí. En momentos como éstos, cuando nos sentimos amenazados o ahogados por las circunstancias, puede ser interesante explorar qué pasaría si en lugar de resistirnos a ellas, intentamos abrir las ventanas del alma y dejar que corra el aire, permitir que el viento de nuestros pensamientos sople desde otro lado, llevándose lejos el velo de las cenizas de nuestra  percepción. Quizás con ojos nuevos, limpios, podamos ver la belleza escondida incluso en las cosas más horrendas, aquéllas contra las que siempre luchamos y de las que intentamos huir constantemente.

Termino de escribir esto y atisbo con alivio un pedacito de cielo azul a través de mi ventana (cerrada por supuesto, no vayan a entrar las cenizas en casa). En el horizonte, sin embargo, distingo una nueva nube de un color grisáceo inconfundible que probablemente se dirige hacia aquí. Habrá que seguir trabajando con los vientos interiores…

lunes, 3 de octubre de 2011

Este hueco




Este hueco que llevo adentro,
ese abismo interior, ese océano
azul, profundo y oscuro,
se abre, se agranda,
me absorbe, me anula.

Soy nada, y soy todo.
Soy sólo amor, apenas un grito.
Soy grito ahogado en el eterno silencio.

Viva y muerta al mismo tiempo.
Muerta con mis muertos, viva por mis vivos.
Muero con los que mueren todo el tiempo por no darse el permiso de vivir.
Me dejo morir con ellos, para después renacer conmigo.

Nacer de nuevo, darme a luz,
gestarme despacito a mí misma en mi propia alma, hueca y oscura.
Sentir mi propio latido, melodioso y rítmico.
Renacer todo el tiempo,
habitando este hueco, nutriéndolo
con el aliento de miles de budas desde el lugar de no-tiempo,
llenándolo de amor, de aire nuevo.

Aire de monte, brisa serena
Que huele a pino y a lavanda,
a ropa tendida recién lavada.

A mar bravío, gélido y vasto,
feroz maestro, amante violento,
y a veces, destino calmo, iluminado.

Escucho atenta, espero las señales.
Busco el calor de la lumbre,
El brasero que arropa y que prepara
Para el frío punzante de la travesía.

Atravieso cerros, cañadas y valles
Con una sola compañía segura:
Este hueco interior, este vacío
Que es todo y a la vez nada
y no es más que yo misma, perdida y encontrada.

Mi profundo agradecimiento a mi amigo, conservacionista y gran fotógrafo Jonathan Green, por capturar la grandiosa belleza del océano en esta imagen, que percibo en sintonía con el sentimiento que quise transmitir en esta entrada.

domingo, 11 de septiembre de 2011

"In Between"



Generalmente construimos nuestra vida sobre la base de pequeños o grandes hitos: una entrevista de trabajo, una salida al cine, un examen, esas esperadas vacaciones. Le damos importancia a unos pocos momentos que nos parecen significativos, y el resto parece como un vacío que hay que llenar pasando el rato lo mejor posible, cumpliendo nuestras obligaciones, intentando no aburrirnos ni estresarnos demasiado[1].

La mayor parte del tiempo estamos en un estado que en inglés llamaríamos “in-between”. Algunas expresiones inglesas logran comunicar una idea de una manera precisa y al mismo tiempo laxa, que puede abarcar muchas cosas y nos transmite de manera concreta esa sensación que envuelve a todo un abanico de situaciones. Esta es una de ellas. ¿Cómo traducirla? Según el diccionario, la traducción más precisa sería “intermedio”. Lo que me gusta del término en inglés, a contrario de su equivalente en español, es que deja abierta la posibilidad de imaginar entre qué dos cosas nos encontramos: los segundos  que trascurren desde que terminé de quitarme la ropa y meterme en la ducha; el instante que pasa desde que una mujer levanta el teléfono y escucha la voz al otro lado; el momento en el que el portavoz del jurado abre la boca para enunciar su veredicto, pero aún no ha emitido la palabra decisoria. Algunos de estos momentos nos parecen eternos, porque pueden cambiar todo el curso de una vida. Otros se nos antojan tan rutinarios y anodinos que pueden pasar desapercibidos. Entre el silencio y la palabra, entre el pensamiento y la acción, entre el salto y la caída, hay sin embargo, algo de magia, se abre un breve espacio en el que todo es posible, el final está abierto y no se ha escrito aún el desenlace. Quizás sea por eso que me gusta viajar. Me subo al tren o al avión, y por unas horas, se abre un paréntesis durante el cual podría imaginar cualquier cosa.  Puedo ser otra persona, habitante de otra vida totalmente diferente a la mía propia.

Nos pasamos gran parte de nuestra vida en un gran intermedio, en un eterno estado de transición. En cuanto obtenemos algo, se aparece ante nosotros un nuevo objetivo que nos hace embarcamos hacia una nueva conquista. Antes de que nos demos cuenta, nos encontramos de nuevo en el “in-between”, es decir, en medio de aquello que ya hemos logrado y de lo que queremos alcanzar a continuación. A veces nos parece estar demasiado tiempo en el banquillo, entre bambalinas, esperando salir a escena, y la vida adquiere un aspecto plano y algo gris, mientras los minutos, las horas, los días, se van apilando uno tras otro, convirtiéndose en horas, y luego días.

En realidad, cada minuto, cada segundo cuenta. Estamos constantemente tejiendo la trama de nuestra existencia. Cada movimiento, cada gesto, cada pensamiento, es igualmente importante que el anterior y el que le precederá. Construimos nuestra realidad cada segundo, y no sólo durante aquellos momentos que consideramos significativos. Si bien es verdad que como dijo Goethe, hay una magia en cada nueva acción y movimiento[2], también la transición esconde un misterio. Una vez pasado el sabor del nuevo inicio, nos quedamos irremediablemente en el medio: no estamos en el punto de partida pero aún nos falta para alcanzar nuestro objetivo. Ni aquí ni allá.

Podemos sentirnos perdidos, desconcertados, quizás porque en el fondo la vida no es mucho más que eso, un paréntesis entre dos grandes hitos, el nacimiento y la muerte. Pero es posible detenerse ahí, en el medio, resistir el impulso de salir corriendo, y explorar ese lugar que es un poco ninguna parte. Como el Nowhere Man de los Beatles.  Quedarnos perplejos y desorientados, y a pesar de ello, esforzarnos por simplemente vivir.

En el mundo de la literatura, la “mentora”, en sentido figurado, de este blog, Virginia Woolf, exploró como pocos la trascendencia del paso del tiempo, y de cómo nos relacionamos con él. Paradójicamente justo antes de suicidarse, nos dejó bien clara su pasión por el tiempo vivido en una carta póstuma a su marido: "Querido Leonard: mirar la vida de frente, siempre mirar la vida de frente, y conocerla por lo que es. Finalmente, conocerla, amarla, por lo que es. Y después, guardarla. Leonard, siempre los años compartidos, siempre los años, siempre el amor, siempre las horas”…


[1] La foto que ilustra esta entrada se encuentra en: http://gorgheus.wordpress.com/page/5
[2] “Cuanto puedas hacer o soñar, inícialo. La audacia posee genio, fuerza y magia”

miércoles, 24 de agosto de 2011

Feliz sin razón





Nos hemos acostumbrado a buscar razones para ser felices: soy feliz porque tengo salud, o una familia que me quiere; soy feliz porque me apasiona mi trabajo; soy feliz porque creo en Dios; soy feliz porque no me falta el pan; soy feliz porque cada día ayudo a muchas personas; soy feliz porque estoy enamorado; soy feliz porque hoy salió el sol. Básicos o elevados, sencillos o sofisticados, todos tenemos nuestros motivos para la felicidad. Elaboramos estas razones instintivamente, como la planta busca el rayo de sol cada amanecer. Cuando algo empaña esta felicidad, echamos mano de un contrapeso, algo que justifique una sonrisa y equilibre la balanza de nuestro bienestar. Pero ¿somos capaces de concebir la felicidad incondicional, que no dependa de absolutamente nada que no sea el mero de hecho de existir, de estar vivos? Esa felicidad sin razón nos exige hacernos amigos de la vida, sin reservas, comprarla sin leer la letra pequeña. Casarnos con nuestra propia vida y con todo lo que nos traiga, pérdida y ganancia, alegrías y penurias, salud y enfermedad, llantos y risas.

Hace pocas semanas pasé unos días alrededor de una persona que no sólo parece haber logrado esa felicidad incondicional sino que es capaz de transmitir el sentimiento. Durante no pocos momentos, me sentí absolutamente feliz, y no podía achacarlo a nada en concreto. Simplemente era FELIZ, sin reservas. Es una sensación maravillosa, de libertad absoluta, y la acompaña una alegría tan fresca que lleva a la carcajada. Volví a casa con un dulce sabor en la boca y con la convicción de que la felicidad es posible siempre, pase lo que pase, en cualquier momento de nuestra existencia.

Se han desarrollado muchas fórmulas, claves y técnicas para lograr la felicidad interior, pero en realidad puede que se trate de algo tan sencillo como sacarnos la mochila, quitarnos por fin ese peso de encima y ponernos cómodos en nuestra propia piel. Esto puede resultar más fácil de lo que parece si tomamos consciencia de que nuestra existencia, que normalmente percibimos como algo sólido y concreto, en el fondo no es mucho más que un juego.  ¿Qué pasaría si fuéramos capaces de vivir jugando y no tomarnos nada, absolutamente nada, demasiado en serio, ni siquiera nuestra propia felicidad? Quizás el resultado sería una felicidad algo absurda, extravagante, pero intensa y pura, como la que sentimos cuando nos enamoramos. Enamorarnos de la vida, pero en lugar de idealizarla, relativizarla. Aligerarla, hacer con ella un avión de papel y lanzarlo lo más alto que podamos, como cuando éramos pequeños. Sin objetivo fijo, lanzar por el placer de lanzar.
Buscando una foto para acompañar esta entrada me encontré de nuevo con una imagen de mi infancia, que me transporta a esos momentos de alegría pura e incondicional, otra vez en compañía de mi querida prima Beatriz. La vida era un estupendo juego entonces. Desde la foto, la niña que yo era me mira con ojos pícaros y me dice que en realidad puede seguir siéndolo si simplemente me doy el permiso para vivirla así. Este es mi pequeño homenaje privado a esas dos niñas, y a un hombre extraordinario, cuya grandeza radica precisamente en su absoluta sencillez, casi  infantil. Os dejo con esta imagen, y con el deseo sincero, de todo corazón, de que seáis enormemente felices, con razón o sin razón.

lunes, 8 de agosto de 2011

Momento Presente


Banderines de colores ondeando al viento. Las figuras caprichosas que forman las nubes, tan solo por un segundo antes de desarmarse. La torre de la catedral que quiere arañar el rabioso azul del cielo. Una nota musical suspendida en el aire. Son puertas a la magia, a la perfección del momento presente. Si somos capaces de detenernos en su umbral por solo un instante, nos descubren un mundo totalmente distinto, más vibrante, pleno, eterno. Y sin embargo, este mundo es idéntico en lo formal al que siempre vivimos. Sólo tiene otro sabor. Los colores son más vivos, los sonidos más plenos, la luz más profunda. El espacio se hace visible, cobra sentido, es la nada que lo contiene todo, el vientre materno de todas las criaturas, de toda la materia, que se vuelve ligera, transparente. Es como si el mundo que generalmente percibimos no fuera más que una burda imitación, una fotografía velada y sucia, del mundo real. Esta fotografía no logra reflejar ni por asomo la absoluta belleza, el milagro de lo impermanente, la eternidad de lo que está en cambio constante.

Si estamos atentos y somos capaces de frenar el parloteo de nuestra cabeza, aunque solo sea parcialmente, y dejamos de revivir el pasado o planificar el futuro, nos daremos cuenta de que cada día recibimos cientos de invitaciones a entrar en el jardín secreto, a cruzar del otro lado del espejo, a seguir al conejo blanco. El vuelo del cóndor sobre las montañas, el gato negro que se te cruza en el camino, el silencio de la nieve al caer, el colibrí suspendido en el aire aleteando cien veces por segundo, la sonrisa de tu hijo cuando le vas a buscar al colegio, el viejito cruzando la calle a paso de tortuga, apoyado en su bastón, aparentemente ajeno al ruido y la prisa de la calle.

Hay infinitas puertas. Si conseguimos abrirlas y entregarnos a ellas, aunque sea por una décima de segundo, derribaremos el muro de metracrilato que nos separa de la experiencia, y el mundo bello, real, puro y urgente, se abrirá ante nosotros como un milagro. Podremos incluso sentir que somos parte de ese milagro, que estamos dentro del universo pero que también contenemos el universo en nuestro ser. El más pequeño de nuestros átomos late con el pulso del universo y el universo late dentro de él. Este es el misterio de la vida. Quizás la felicidad consista en no buscar la respuesta, solo sentir la pregunta y maravillarse ante ella.

viernes, 29 de julio de 2011

Nieve



Levanto la vista un momento y miro por la ventana.

Sin aviso, como un regalo inesperado, veo la nieve caer lenta, silenciosa,

dejo mi tarea por unos segundos y me quedo mirando.

Los copos, minúsculos y etéreos, casi tan ligeros como el aire,

parece que flotaran, se dejan llevar, levemente se elevan, giran en su danza

antes de posarse, suavemente sobre el suelo.


Antes de fundirse en el manto blanco que se irá formando poco a poco,

sólo si el frío lo permite, si el sol demora un poco más su calor.

Los copos no tardarán mucho en desaparecer, en transformarse en agua que alimenta la tierra,

pero mientras tanto bailan, disfrutan de su ligera caída,

y al hacerlo me embelesan, el tiempo se hace elástico como si todo de repente ocurriera en cámara lenta,

como cuando era niña, y podía simplemente mirar, sin pensar, disfrutar del espectáculo y perderme en él.

Sin pensar en el mañana, ni el ayer, ni en el quehacer,

Por un momento, quisiera ser como los copos de nieve,

leves y despreocupados en su morir, que es el vivir

cada instante como único, lento, irrepetible y urgente.

lunes, 25 de julio de 2011

A Room of One's Own


Como tantas cosas en la vida, este blog es el fruto de una serie de eventos, aparentemente aislados, pero relacionados entre sí. Hilvanados por la conciencia del observador, que se convierte en tejedor de la realidad que habita.
Hace unos meses, en una tarde de fin de verano frente al Lago Moreno, en la Patagonia Andina, una amiga, coterránea castellana y compañera de aventuras patagónicas, me habló de un libro, El Camino del Artista, de Julia Cameron. Las propuestas de la autora me parecieron perfectas para poder asistir a otro amigo cuya situación vital puntual me preocupaba. Con este ánimo me hice con el libro. Pero como casi siempre, cuando uno intenta ayudar al otro, está en realidad tratando de ayudarse a sí mismo. Además de comprarle el libro a mi amigo, me lo compré para mí. La lectura de este libro generó exactamente lo que pretende producir en sus lectores, una especie de revolución interna, un proceso personal hacia una mayor creatividad, hacia una vida menos lineal y previsible. Uno de los descubrimientos de ese proceso fue la necesidad de retomar el hábito de escribir. Escribir por el placer mismo de hacerlo; escribir como terapia, como celebración de la vida, como antídoto contra el aburrimiento y la desidia.

Cameron cita a muchos artistas en su libro. Entre ellos no podía faltar la gran Virginia Woolf. En algún blog futuro escribiré sobre la Woolf y su incidencia en mi proceso, rodeada de coincidencias, algo mágicas e inquietantes. Por el momento simplemente mencionaré uno de sus trabajos más famosos y citados, Una Habitación Propia. En él, la autora defiende que una mujer debe tener dinero y una habitación propia si desea escribir ficción. Adquirí y leí este libro en mi post-adolescencia. Por entonces gozaba de esta habitación propia desde mi infancia más temprana y no lo consideraba algo especialmente valioso. En aquella época, como tantos jóvenes, llevaba un diario, en el que plasmaba mis inquietudes, mis dudas y mis hallazgos. Como muchas mujeres que se embarcan en una vida profesional y familiar, abandoné ese diario poco antes de la treintena. También deje de tener mi propia habitación. Esto por supuesto no supuso ninguna pérdida consciente, ya que mi ganancia era mucho mayor: las bondades del matrimonio y la maternidad. Sin embargo, mi consciencia observadora y tejedora recuerda no pocas veces, sobre todo en el silencio de la noche, en las que me visitaba la imagen de mi habitación de niña, de adolescente, en casa de mis padres. La habitación sufrió muchos cambios a lo largo de los 24 años que pasé en ella, pero siempre fue la misma, y mantuvo su esencia: un refugio, un santuario, un lugar para la introspección, para el juego, el trabajo o la creación.

Durante los últimos meses, he pensado en Virginia Woolf, en su vida, su obra, y he intentado descifrar el mensaje que este personaje me ofrecía en este momento de mi vida. Otra gran amiga, arquitecta, se encontraba en ese mismo momento desarrollando un trabajo sobre Bill Viola y su obra Catherine’s Room, una instalación audiovisual de cinco pantallas paralelas, que muestran a una mujer realizando tareas y rutinas vitales (yoga, costura, escritura, oración, descanso), en una austera habitación similar a una celda monacal. Todos estos pensamientos se fueron hilvanando en mi consciencia y la necesidad de encontrar un espacio propio en la casa fue aflorando tímidamente.

A la vuelta de un viaje casi iniciático a California que duró 20 días, mi compañero de vida me hizo el gran regalo de materializar mi anhelo sin que yo tuviera ni siquiera que pedirlo. Había transformado la oficina en la que trabajábamos juntos desde hace cuatro años, en mi espacio personal, mi “habitación propia” para trabajar y crear. El reencuentro, después de 15 años, con un lugar propio, un espacio vital privado, me emociona, me inspira y sobre todo me estimula. La existencia de ese espacio vital exterior, por muy pequeño que sea, donde podamos, aunque sea unas horas a la semana, encontrarnos con nosotros mismos y sentir la libertad de ocupar el tiempo en lo que nos plazca (escribir, dibujar, leer, meditar, cantar) es fundamental para poder cultivar ese espacio más importante, la habitación interior, y decidir qué queremos poner en ella, qué queremos sembrar y cómo queremos disfrutarla, cada semana, cada mes, cada año. Si habitamos ese espacio interior de manera constante y cuidada, atentos a nuestras necesidades y anhelos, estoy segura de que surgirán regalos y logros inesperados.


Este blog surge de un impulso de expresar el gozo por la existencia de ambos espacios (interior y exterior) que hoy habito, y del deseo de que se encuentren en un lugar propio, mi pequeña celda en esta gran colmena de internautas, donde poder compartir algunas de las cosas que me pasan en estos espacios propios. Es una invitación a que entres a mi habitación y te sientes a mi mesa. A compartir un té y charlar. Porque así como creo en la existencia de un espacio de soledad como un aspecto fundamental para el crecimiento creativo y espiritual del ser humano, también es cierto que la riqueza que no se comparte se estanca y se pudre, mientras que la experiencia compartida se multiplica, se embellece y se dignifica.