miércoles, 5 de octubre de 2011

Días de ceniza



En la ciudad donde vivo, esta semana sopla viento del Oeste, y en su paso arrastra las cenizas del volcán Puyehue hacia nosotros. El sol parece una luna llena apagada y mortecina, como una gran dama opacada tras un velo de luto, blanco grisáceo en lugar de negro. El lago apenas se vislumbra, y el horizonte se desdibuja en una especie de bruma opresora.

La ceniza vuela por todos lados, cubriendo de polvo todo lo que toca y apagando los colores de esta primavera que siempre solía asombrarme por su exhuberancia. Los resignados ciudadanos intentamos estar el menor tiempo posible al aire libre.  Vamos rápido de la casa al coche, del coche al colegio o a la oficina, y así, a pesar de la temperatura primaveral y de las horas de luz ganadas al invierno, pasamos la mayor parte de nuestro día encerrados en nuestras cajitas móviles e inmóviles, agazapados, deseando que llueva para que se limpie un poco el ambiente. Nos pica la piel, los ojos y la garganta, algunos sufren de dolor de cabeza, conjuntivitis o problemas respiratorios. Empezamos a preguntarnos cuánto va a durar este suplicio. La verdad es que aunque nos cueste reconocerlo, esta situación nos pone a todos de mal humor. Hace más de cuatro meses que el bendito volcán entró en erupción, y nadie sabe cuánto tiempo tardará en calmarse la bestia.

Hace un rato, mientras conducía mi coche y contemplaba la triste imagen del paisaje cubierto por esta especie de niebla seca e irritante, me esforzaba por hacerme consciente de que la belleza del lago, las montañas y los bosques, esa belleza rabiosa, exuberante y diversa que hace apenas unos días me maravillaba, sigue estando ahí, al alcance de nuestra mano, sólo que no podemos verla ni disfrutarla. En realidad, bastaría un pequeño soplo del viento del Este para que pudiéramos volver a respirar el aire puro  limpio de la montaña. El hermoso espectáculo de la cordillera patagónica se nos aparecería de nuevo en todo su esplendor, y volveríamos a encontrarnos en nuestro pequeño paraíso perdido.

Sin embargo, seguimos estando aquí, en el mismo lugar de siempre. ¿Cómo puede ser que un hecho tan caprichoso como un simple cambio de viento pueda sumirnos en esta especie de castigo sin remedio? Entre el cielo y el infierno, entre el gozo y el dolor, hay apenas un soplo de diferencia. Un pequeño cambio en el destino, y el paisaje, el aire, el agua, los bosques, se convierten en una caricatura grotesca de lo que nos parecía que eran. Solamente un pequeño filtro de ceniza, transforma nuestra realidad por completo. Parece que fuéramos incapaces de ver, de tocar, de respirar.

Hace tiempo que intento encontrar en las experiencias externas alguna clave sobre esta cosa a veces tan extraña que es la existencia humana. Y por eso trato de identificar cuántas veces nos ocurre algo parecido con nuestro estado emocional. Un simple cambio de aire, apenas imperceptible, en nuestro pensamiento, y de golpe lo vemos todo negro, velado, asfixiante. Necesitamos huir, escapar de esa relación, de ese trabajo que nos oprime, de este país que de pronto nos parece invivible. Quizás no seamos conscientes de que es un cambio de aire interno el que obró el cambio. Es mucho más fácil culpar a los factores externos de nuestra desgracia, que mirar hacia adentro, e intentar analizar porqué nos molestan tanto algunas personas, lugares o situaciones, qué es lo que cambió en nuestro interior que nos hace ver como insoportable algo que hace unos meses o unos años nos parecía maravilloso. 

Es verdad que a veces es necesario cambiar, moverse, desprenderse de lo que ya no nos sirve. Pero por otro lado, me parece sugerente imaginar que las cosas quizás no eran ni tan bellas antes, ni son tan horribles ahora. Por otro lado, hay realidades que nos persiguen desde que nacimos, y por mucho que nos empeñemos no podemos deshacernos de ellas, simplemente porque nos pertenecen. Esas realidades son nuestras pequeñas cruces personales, o trocitos de nuestro karma individual, y me gusta pensar que por algo estarán ahí. En momentos como éstos, cuando nos sentimos amenazados o ahogados por las circunstancias, puede ser interesante explorar qué pasaría si en lugar de resistirnos a ellas, intentamos abrir las ventanas del alma y dejar que corra el aire, permitir que el viento de nuestros pensamientos sople desde otro lado, llevándose lejos el velo de las cenizas de nuestra  percepción. Quizás con ojos nuevos, limpios, podamos ver la belleza escondida incluso en las cosas más horrendas, aquéllas contra las que siempre luchamos y de las que intentamos huir constantemente.

Termino de escribir esto y atisbo con alivio un pedacito de cielo azul a través de mi ventana (cerrada por supuesto, no vayan a entrar las cenizas en casa). En el horizonte, sin embargo, distingo una nueva nube de un color grisáceo inconfundible que probablemente se dirige hacia aquí. Habrá que seguir trabajando con los vientos interiores…

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