lunes, 17 de octubre de 2011

Detrás de las palabras



A veces me pregunto qué habrá detrás de las palabras. Me gustaría mirar detrás de cada palabra como niño curioso que mira debajo de la alfombra. ¿Qué realidad esconderá cada palabra escrita, cada frase, cada sonido emitido? Ha de ser diferente para cada uno, y para cada momento. La misma palabra, depende de cuándo y quién la diga, esconderá esperanzas, miedos, sorpresa, vergüenza. A veces simplemente ignorancia, o incluso tedio: palabra repetida como canción insulsa del verano, para rellenar el hueco, para nada, por nada, solo porque quiere salir y sale, así sin más.

A veces voy un poco más allá y me gustaría saber qué hay detrás de  la mente, cómo se siente cruzar del otro lado, cómo se verán las cosas desde allá. Quizás ya no haya más palabras, ni pensamientos, ni imágenes. Imagino ese “espacio”, por llamarlo de alguna manera, como un descanso infinito, fresco y liberador.

Escribo para hacerme amiga de mis palabras, para darles libertad, para que no se sientan tan oprimidas y para que dejen de rebelarse contra mí. Escribo desde que me di cuenta de que las palabras son los enanos de mi circo. Cada tanto, cuando ya no aguanto más el estruendo de sus ruidosas pataletas, me las llevo a jugar a un parque imaginario, que es una hoja de papel o un ordenador, según lo que tenga más a mano, y se quedan tranquilas por un rato.

Entonces puedo dedicarme a otras cosas. Puedo trabajar, hacer la comida. Incluso me doy el lujo de sentarme a meditar. Meditar para mí es dejar que los pensamientos salgan, se aireen, se agoten, e intentar intuir qué hay detrás. A veces observo por una pequeñísima mirilla que encuentro en la enorme puerta cerrada, tapada por la maraña de palabras, imágenes, recuerdos y pensamientos que han ido creciendo sin control durante mis 40 años de vida. Ahora tengo una podadora que se llama escritura, y otra que se llama meditación. A veces esas herramientas logran hacer un agujerito en el muro impenetrable, pero yo nunca sé dónde está esa rendija. Por más que me esfuerce por buscarla, aparece siempre de golpe, cuando menos me lo espero. Intento mirar por ese agujerito tan pequeñito, casi imperceptible. 

Pero cuando empiezo a creer que por fin se ve algo, me nacen nuevas palabras, rebeldes incorregibles, que crecen y crecen, tapando otra vez el dichoso agujerito, y me dicen vanidosas “¿no quieres ver qué escondo detrás de mí?” O algunas, más complejas, son como una flor diminuta y coqueta, que al intentar arrancarla desvela una raíz profundamente enterrada en las entrañas de la tierra, por más que tiras y tiras nunca llegas a verla… lo único que me queda por hacer, otra vez, es llevármela de paseo, con la esperanza de que quizás, algún día, cuando menos me lo espere, me desvele su secreto.

Foto: “La llave del corazón”, Alejandro Espinosa Mateo, en: http://obture.com/user/alexem88/photo/5070


lunes, 10 de octubre de 2011

La felicidad es el salto de una ballena


A veces, la felicidad es el salto de una ballena. Una danza frenética, un ritmo eléctrico de tambores. Repiqueteo de tacos sobre el tablao, vuelo vertiginoso de faralaes. Un estallido de pólvora de colores contra la noche de verano. Una carcajada incontrolable, que hace estallar el corazón en confeti multicolor desparramado por todo el universo. Una explosión, un grito jubiloso, como el que lanza el futbolero al ver el balón empotrado por fin en la red. Una carrera desbocada por la playa desierta, una canción alegre y disparatada.

Así me sentí la semana pasada, cuando recibí, de pronto, una magnífica noticia que me libera de una pesada carga, y a un ser muy querido, de un sufrimiento injusto, tedioso y prolongado.

En momentos como éstos, la alegría te posee, te emborracha. Contemplo la noticia como cuando de niña contemplaba extasiada y somnolienta el salón sembrado de globos y juguetes sin abrir, relucientes en una cristalina mañana de enero madrileño. Esta noticia es mi gran regalo sin abrir, es como una carroza plateada y resplandeciente galopando acelerada al baile de mi vida.

Sé que no durará demasiado la euforia. Abriré los regalos, me acostumbraré a ellos, los incorporaré a mi rutina. La vida volverá a ser “normal”. Incluso puede que tenga que salir corriendo en lo mejor del baile para buscar a los niños al colegio. ¡Pero qué bonito es entregarse a estas pequeñas fiestas sorpresa que nos regala el destino de vez en cuando!

Esta entrada se la dedico a mi gran amigo Arlo Hemphill, en un día muy especial de su vida. Arlo es escritor, conservacionista, explorador, y todo un superviviente. Le deseo todo lo mejor en esta nueva etapa que estrena hoy.

Foto: Daniel Alarcón Arias, en http://www.fotonatura.org/galerias/fotos/233858/

miércoles, 5 de octubre de 2011

Días de ceniza



En la ciudad donde vivo, esta semana sopla viento del Oeste, y en su paso arrastra las cenizas del volcán Puyehue hacia nosotros. El sol parece una luna llena apagada y mortecina, como una gran dama opacada tras un velo de luto, blanco grisáceo en lugar de negro. El lago apenas se vislumbra, y el horizonte se desdibuja en una especie de bruma opresora.

La ceniza vuela por todos lados, cubriendo de polvo todo lo que toca y apagando los colores de esta primavera que siempre solía asombrarme por su exhuberancia. Los resignados ciudadanos intentamos estar el menor tiempo posible al aire libre.  Vamos rápido de la casa al coche, del coche al colegio o a la oficina, y así, a pesar de la temperatura primaveral y de las horas de luz ganadas al invierno, pasamos la mayor parte de nuestro día encerrados en nuestras cajitas móviles e inmóviles, agazapados, deseando que llueva para que se limpie un poco el ambiente. Nos pica la piel, los ojos y la garganta, algunos sufren de dolor de cabeza, conjuntivitis o problemas respiratorios. Empezamos a preguntarnos cuánto va a durar este suplicio. La verdad es que aunque nos cueste reconocerlo, esta situación nos pone a todos de mal humor. Hace más de cuatro meses que el bendito volcán entró en erupción, y nadie sabe cuánto tiempo tardará en calmarse la bestia.

Hace un rato, mientras conducía mi coche y contemplaba la triste imagen del paisaje cubierto por esta especie de niebla seca e irritante, me esforzaba por hacerme consciente de que la belleza del lago, las montañas y los bosques, esa belleza rabiosa, exuberante y diversa que hace apenas unos días me maravillaba, sigue estando ahí, al alcance de nuestra mano, sólo que no podemos verla ni disfrutarla. En realidad, bastaría un pequeño soplo del viento del Este para que pudiéramos volver a respirar el aire puro  limpio de la montaña. El hermoso espectáculo de la cordillera patagónica se nos aparecería de nuevo en todo su esplendor, y volveríamos a encontrarnos en nuestro pequeño paraíso perdido.

Sin embargo, seguimos estando aquí, en el mismo lugar de siempre. ¿Cómo puede ser que un hecho tan caprichoso como un simple cambio de viento pueda sumirnos en esta especie de castigo sin remedio? Entre el cielo y el infierno, entre el gozo y el dolor, hay apenas un soplo de diferencia. Un pequeño cambio en el destino, y el paisaje, el aire, el agua, los bosques, se convierten en una caricatura grotesca de lo que nos parecía que eran. Solamente un pequeño filtro de ceniza, transforma nuestra realidad por completo. Parece que fuéramos incapaces de ver, de tocar, de respirar.

Hace tiempo que intento encontrar en las experiencias externas alguna clave sobre esta cosa a veces tan extraña que es la existencia humana. Y por eso trato de identificar cuántas veces nos ocurre algo parecido con nuestro estado emocional. Un simple cambio de aire, apenas imperceptible, en nuestro pensamiento, y de golpe lo vemos todo negro, velado, asfixiante. Necesitamos huir, escapar de esa relación, de ese trabajo que nos oprime, de este país que de pronto nos parece invivible. Quizás no seamos conscientes de que es un cambio de aire interno el que obró el cambio. Es mucho más fácil culpar a los factores externos de nuestra desgracia, que mirar hacia adentro, e intentar analizar porqué nos molestan tanto algunas personas, lugares o situaciones, qué es lo que cambió en nuestro interior que nos hace ver como insoportable algo que hace unos meses o unos años nos parecía maravilloso. 

Es verdad que a veces es necesario cambiar, moverse, desprenderse de lo que ya no nos sirve. Pero por otro lado, me parece sugerente imaginar que las cosas quizás no eran ni tan bellas antes, ni son tan horribles ahora. Por otro lado, hay realidades que nos persiguen desde que nacimos, y por mucho que nos empeñemos no podemos deshacernos de ellas, simplemente porque nos pertenecen. Esas realidades son nuestras pequeñas cruces personales, o trocitos de nuestro karma individual, y me gusta pensar que por algo estarán ahí. En momentos como éstos, cuando nos sentimos amenazados o ahogados por las circunstancias, puede ser interesante explorar qué pasaría si en lugar de resistirnos a ellas, intentamos abrir las ventanas del alma y dejar que corra el aire, permitir que el viento de nuestros pensamientos sople desde otro lado, llevándose lejos el velo de las cenizas de nuestra  percepción. Quizás con ojos nuevos, limpios, podamos ver la belleza escondida incluso en las cosas más horrendas, aquéllas contra las que siempre luchamos y de las que intentamos huir constantemente.

Termino de escribir esto y atisbo con alivio un pedacito de cielo azul a través de mi ventana (cerrada por supuesto, no vayan a entrar las cenizas en casa). En el horizonte, sin embargo, distingo una nueva nube de un color grisáceo inconfundible que probablemente se dirige hacia aquí. Habrá que seguir trabajando con los vientos interiores…

lunes, 3 de octubre de 2011

Este hueco




Este hueco que llevo adentro,
ese abismo interior, ese océano
azul, profundo y oscuro,
se abre, se agranda,
me absorbe, me anula.

Soy nada, y soy todo.
Soy sólo amor, apenas un grito.
Soy grito ahogado en el eterno silencio.

Viva y muerta al mismo tiempo.
Muerta con mis muertos, viva por mis vivos.
Muero con los que mueren todo el tiempo por no darse el permiso de vivir.
Me dejo morir con ellos, para después renacer conmigo.

Nacer de nuevo, darme a luz,
gestarme despacito a mí misma en mi propia alma, hueca y oscura.
Sentir mi propio latido, melodioso y rítmico.
Renacer todo el tiempo,
habitando este hueco, nutriéndolo
con el aliento de miles de budas desde el lugar de no-tiempo,
llenándolo de amor, de aire nuevo.

Aire de monte, brisa serena
Que huele a pino y a lavanda,
a ropa tendida recién lavada.

A mar bravío, gélido y vasto,
feroz maestro, amante violento,
y a veces, destino calmo, iluminado.

Escucho atenta, espero las señales.
Busco el calor de la lumbre,
El brasero que arropa y que prepara
Para el frío punzante de la travesía.

Atravieso cerros, cañadas y valles
Con una sola compañía segura:
Este hueco interior, este vacío
Que es todo y a la vez nada
y no es más que yo misma, perdida y encontrada.

Mi profundo agradecimiento a mi amigo, conservacionista y gran fotógrafo Jonathan Green, por capturar la grandiosa belleza del océano en esta imagen, que percibo en sintonía con el sentimiento que quise transmitir en esta entrada.