jueves, 8 de marzo de 2012

Pequeña oda a la mujer


A todas las madres, a las hermanas, a las amigas

Por esas noches de amor sin sueño, de carne dulce y leche tibia arrulladas por la luna

A todas las hijas del mundo, hijas de la tierra, del amor, del agua

A nuestra MADRE tierra, tantas veces olvidada, herida, siempre añorada

A todas las mujeres que trabajan, a las que sufren por hacerse camino en un mundo de hombres

A las que por ello dejan a un lado sus sueños más profundos, sus instintos, su fluir con las mareas de la eternidad

Por las que han sido mis rivales en esta lucha por el poder, y creyéndose enemigas, han olvidado conectarse con la hermandad sagrada que une a todas las mujeres del planeta

Por las mujeres que rezan, por las que siembran, por las que cosechan, por las que llevan un niño a la espalda

Por las mujeres solas, las abandonadas, las vendidas, las maltratadas

Para que podamos vivir una igualdad sin violencia, una maternidad sin culpas, un trabajo sin lucha

Y sobre todo para que podamos recuperar el eterno femenino, y podamos vivir nuestro ser mujer a pleno corazón

Sin tener que simular ser hombres, sin tener que dejar a nuestros hijos, reconectándonos con nosotras mismas y nuestra Tierra

Que podamos vivir nuestra espiritualidad femenina, nuestra fertilidad creativa, y aportar al mundo nuestra LUZ de mujer, nuestra esencia de flor, nuestro perfume, que es único, sutil y penetrante como el azahar en primavera

A todas mis amigas, enemigas, consejeras, maestras, compañeras, a mis abuelas, a mis bisabuelas

Y sobre todo, a MI MADRE, que me dio la vida, y me la sigue dando cada minuto de su existencia con su amor y su verdad

¡FELIZ DIA DE LA MUJER!

En la imagen: Tara Blanca, deidad característica del Budismo tibetano, encarna muchas de las cualidades del principio femenino. Ella es la fuente, el aspecto femenino del universo, lo cual da nacimiento a la cordialidad, la compasión y alivio del mal karma que es experimentado por los seres comunes durante su existencia cíclica. Sus cualidades princpales son la compasión, la larga vida, la sanación y la serenidad.

viernes, 27 de enero de 2012

Desenganchada



Hace una semana regresé de un largo viaje. Durante un mes me perdí, con mi familia, en la Patagonia profunda. Sin teléfono, sin ordenadores, televisores ni periódicos. En la foto, veréis un cartel que marca prácticamente el único lugar en cientos de kilómetros donde había señal de telefonía móvil. Y aunque suene a tópico, como suele ocurrir en estos casos, al perdernos, nos encontramos. Nos encontramos con otra realidad, otro estilo de vida. Como en un retiro de meditación, poco a poco se fueron apagando los estímulos externos que nos bombardean constantemente, y la vida se volvió mucho más sencilla. No había opciones que tomar cada minuto sobre qué tema resolver o qué aparato encender. No había llamadas que atender ni teníamos que decidir a quién llamar esa tarde. Se impusieron el cielo, el viento, las montañas, y la inmensa planicie patagónica. La secuencia de los acontecimientos diarios se fue desarrollando poco a poco frente a nosotros, y nos fue integrando en su hacer hasta que nos fuimos fundiendo con ese todo tan simple del transcurrir en la naturaleza. Ibamos comiendo lo que teníamos, poniéndonos la ropa que estaba menos sucia sin mirar el color, y simplemente recibíamos a todo el que se cruzaba en nuestro camino, animal, persona o árbol. Creo que a medida que avanzaba el tiempo, y nuestra mente se sintonizaba con la simplicidad de poder ir experimentando cada cosa a medida que se presentaba, en lugar de tener que estar constantemente teniendo que decidir donde enfocar la energía, íbamos descubriendo también otra manera de relacionarnos entre nosotros, más tranquila, alegre y fresca. Por suerte, el tópico se confirmó, y al perdernos, nos encontramos todos.

Al regresar, me sentí verdaderamente ajena a esta realidad tecnológica a la que antes estaba tan acostumbrada. Como si mi sistema se hubiera habituado a funcionar a cámara lenta, no podía de repente asimilar lo que supone enfrentarse a los correos electrónicos, páginas web, mensajes SMS y otras perlitas que nos regala nuestro moderno estilo de vida. Todo eso me resultaba molesto, pero sobre todo ajeno, acelerado, antinatural. Ahora, unos días después, me encuentro en una especie de “in between”. No puedo negar que me gusta estar en contacto con mis amigos; no tengo más remedio que conectarme y usar la tecnología para mi trabajo; y además, hay temas que me interesan sobre los que puedo aprender mucho en la web. Pero me gustaría conservar algo de la simplicidad, la frescura, la sensación de que todo está bien, que tuve cuando simplemente pude dejarme fluir, enfocar mi atención en una sola cosa, y luego en otra, sin enrollarme ni dispersarme. Y me doy cuenta de lo difícil que es estar centrado, tranquilo, y simplemente contento, en este mundo tan mediatizado, tan acelerado, tan exigente y complicado. No estoy diciendo nada nuevo, pero la verdad es que el haber experimentado tan claramente cómo se siente uno al “desengancharse” de los múltiples estímulos cotidianos, y al estar en contacto con la tierra, el cielo, el aire y el agua, me ha cambiado mi forma de mirar la realidad que habitamos. Creo que será cuestión de permanecer en este estado intermedio, durante un tiempo, y dejar que el sentimiento vivido se vaya asentando, poco a poco, y que produzca los efectos que deba producir.

Con esta modesta e inconclusa reflexión os dejo y os deseo todo lo bueno para el 2012. El mío comenzó de la mejor manera que me podría imaginar… desenganchada.

miércoles, 14 de diciembre de 2011

El Polo Sur o Tocar la Nada




Hoy se cumplen 100 años de la llegada del primer ser humano al Polo Sur. Sólo 100 años. En la historia de la humanidad 100 años son apenas un abrir y cerrar de ojos. Imagino la existencia de esa gran extensión de hielo y viento, tan solo habitada por algunos pingüinos, durante siglos y siglos, ignorados por el hombre, tierra inhóspita y virgen. Imagino el silencio atravesado por las batidas feroces del viento desbocado, imparable. La oscuridad de la larga noche del invierno polar, interrumpida por la magia de la Aurora Austral, sin ningún espectador que pudiera admirarlo y contarlo transformándolo en arte humano.



¿Por qué será que los hombres tienen esa necesidad urgente de explorar, de llegar a donde nadie ha llegado antes? Más allá de la necesidad de conocimiento, de acumular información, se me ocurre que debe haber algo irresistible en la experiencia de ser el primero que pone el pie en territorio virgen. En nuestra visión antropocéntrica del mundo, la tierra no tocada por el hombre no existe. Al conocerla, le damos un nombre, una descripción y una existencia. Lo conozco, y ahora ES. Antes de eso, es sólo un concepto, un “algo”, que nadie antes vio, y por lo tanto, es algo pero es nada al mismo tiempo, porque no lo podemos ver. Poner el pie en ese lugar inédito es como tocar la nada, el vacío. El explorador sabe que una vez que haya logrado estrenar el lugar, ya no será la nada, sino que pasará a formar parte del mundo conocido, explorado, y habrá que buscar un nuevo desafío. Pero ese anhelo, el anhelo de tocar la nada y poner todo su empeño en logarlo, contra viento y marea, es lo que mueve su vida.



Me fascina esa curiosidad inquieta e insaciable que creo todas las personas tenemos, pero que sólo los grandes expedicionarios se animan a llevar como bandera hasta las últimas consecuencias, hasta dejar su vida en ello. Me gusta pensar que la nada, la tierra indómita, está al alcance de la mano. Está en todas partes porque nunca sabemos a ciencia cierta qué pasará a continuación, cómo se desarrollará la experiencia. El mundo se crea a sí mismo constantemente, está en cambio permanente. Puedo pensar que la nada está constantemente generando todo lo que se presenta ante nuestros ojos. Los cierro un momento, y antes de abrirlos, imagino que soy Amundsen poniendo su bandera en la vastedad helada del polo…

jueves, 1 de diciembre de 2011

Adviento

 

En aquellas mañanas de invierno estrenado antes de tiempo, al oír la voz de la madre que me llamaba a levantarme, abría un ojo y la pereza me dominaba. Un ratito más entre las sábanas calentitas… la calefacción no se encendía hasta las 11 de la mañana y la casa estaba muy fría al amanecer. Pero aquella vez me asaltó una fecha: 1º de diciembre. El camino hacia la Navidad se había iniciado, tiñendo el cielo madrileño de un azul aún más profundo si cabe, haciendo las luces nocturnas más intensas, y toda la ciudad, el barrio, la casa, tenían de repente otro color, el de la fantasía y la magia.

En esos despertares donde el encanto le ganaba el pulso a la rutina, salía de un brinco de la cama y me acercaba hasta el calendario de cartón adornado con una imagen navideña que era muy parecida año tras año, y que a mí me parecía nueva y a la vez conocida, una imagen tan familiar y tranquilizadora como la del propio hogar. Cada día de diciembre podía abrir una ventanita, y sólo una, hasta llegar a la ventana del 24, que era más grande que las otras y ocupaba un lugar central. Yo sabía que esa imagen representaría un nacimiento, como todos los años, pero abrirla era un acto solemne, de culminación de un camino, y de confirmación de la fiesta que se acercaba. Y cada mañana, me deleitaba al descubrir qué imagen me deparaba el día: unas campanitas, un arbolito de Navidad, una rama de acebo, un pastorcito, un pájaro en la nieve. Era sólo eso, una simple imagen, no había un caramelo, ni un chocolate, ni una pegatina, solamente esa imagen escondida…pero para mi era un regalo muy especial. 

Hoy me encuentro, en esta primera mañana de diciembre, en el Hemisferio Sur. Los días son más cálidos, no más fríos, y la luz del día más intensa y duradera que la del mes anterior. Nada hay en mi entorno que me evoque los recuerdos asociados a esta fecha, salvo una palabra: adviento. Hoy mis hijos recibirán un calendario donde cada día esconde un pequeño regalo, no una imagen. Pero a mí me gustaría comenzar mis mañanas de diciembre con ganas de abrir una ventanita que descubra cuál será mi imagen del día, qué sorpresa me está reservada: ¿será un rayo de sol sobre el lago, o una nueva flor en el jardín?, o quizás el rostro de un amigo del que hace tiempo que no sé nada y de repente me escribe? Creo que para mí este año el adviento será sobre todo esto, estar atenta a descubrir cuál es la imagen escondida del día, y mantener esa predisposición de curiosidad, asombro y alegría que tenía cuando me despertaba en un piso frío de Madrid y me acercaba a abrir las ventanitas de mi calendario…

lunes, 17 de octubre de 2011

Detrás de las palabras



A veces me pregunto qué habrá detrás de las palabras. Me gustaría mirar detrás de cada palabra como niño curioso que mira debajo de la alfombra. ¿Qué realidad esconderá cada palabra escrita, cada frase, cada sonido emitido? Ha de ser diferente para cada uno, y para cada momento. La misma palabra, depende de cuándo y quién la diga, esconderá esperanzas, miedos, sorpresa, vergüenza. A veces simplemente ignorancia, o incluso tedio: palabra repetida como canción insulsa del verano, para rellenar el hueco, para nada, por nada, solo porque quiere salir y sale, así sin más.

A veces voy un poco más allá y me gustaría saber qué hay detrás de  la mente, cómo se siente cruzar del otro lado, cómo se verán las cosas desde allá. Quizás ya no haya más palabras, ni pensamientos, ni imágenes. Imagino ese “espacio”, por llamarlo de alguna manera, como un descanso infinito, fresco y liberador.

Escribo para hacerme amiga de mis palabras, para darles libertad, para que no se sientan tan oprimidas y para que dejen de rebelarse contra mí. Escribo desde que me di cuenta de que las palabras son los enanos de mi circo. Cada tanto, cuando ya no aguanto más el estruendo de sus ruidosas pataletas, me las llevo a jugar a un parque imaginario, que es una hoja de papel o un ordenador, según lo que tenga más a mano, y se quedan tranquilas por un rato.

Entonces puedo dedicarme a otras cosas. Puedo trabajar, hacer la comida. Incluso me doy el lujo de sentarme a meditar. Meditar para mí es dejar que los pensamientos salgan, se aireen, se agoten, e intentar intuir qué hay detrás. A veces observo por una pequeñísima mirilla que encuentro en la enorme puerta cerrada, tapada por la maraña de palabras, imágenes, recuerdos y pensamientos que han ido creciendo sin control durante mis 40 años de vida. Ahora tengo una podadora que se llama escritura, y otra que se llama meditación. A veces esas herramientas logran hacer un agujerito en el muro impenetrable, pero yo nunca sé dónde está esa rendija. Por más que me esfuerce por buscarla, aparece siempre de golpe, cuando menos me lo espero. Intento mirar por ese agujerito tan pequeñito, casi imperceptible. 

Pero cuando empiezo a creer que por fin se ve algo, me nacen nuevas palabras, rebeldes incorregibles, que crecen y crecen, tapando otra vez el dichoso agujerito, y me dicen vanidosas “¿no quieres ver qué escondo detrás de mí?” O algunas, más complejas, son como una flor diminuta y coqueta, que al intentar arrancarla desvela una raíz profundamente enterrada en las entrañas de la tierra, por más que tiras y tiras nunca llegas a verla… lo único que me queda por hacer, otra vez, es llevármela de paseo, con la esperanza de que quizás, algún día, cuando menos me lo espere, me desvele su secreto.

Foto: “La llave del corazón”, Alejandro Espinosa Mateo, en: http://obture.com/user/alexem88/photo/5070


lunes, 10 de octubre de 2011

La felicidad es el salto de una ballena


A veces, la felicidad es el salto de una ballena. Una danza frenética, un ritmo eléctrico de tambores. Repiqueteo de tacos sobre el tablao, vuelo vertiginoso de faralaes. Un estallido de pólvora de colores contra la noche de verano. Una carcajada incontrolable, que hace estallar el corazón en confeti multicolor desparramado por todo el universo. Una explosión, un grito jubiloso, como el que lanza el futbolero al ver el balón empotrado por fin en la red. Una carrera desbocada por la playa desierta, una canción alegre y disparatada.

Así me sentí la semana pasada, cuando recibí, de pronto, una magnífica noticia que me libera de una pesada carga, y a un ser muy querido, de un sufrimiento injusto, tedioso y prolongado.

En momentos como éstos, la alegría te posee, te emborracha. Contemplo la noticia como cuando de niña contemplaba extasiada y somnolienta el salón sembrado de globos y juguetes sin abrir, relucientes en una cristalina mañana de enero madrileño. Esta noticia es mi gran regalo sin abrir, es como una carroza plateada y resplandeciente galopando acelerada al baile de mi vida.

Sé que no durará demasiado la euforia. Abriré los regalos, me acostumbraré a ellos, los incorporaré a mi rutina. La vida volverá a ser “normal”. Incluso puede que tenga que salir corriendo en lo mejor del baile para buscar a los niños al colegio. ¡Pero qué bonito es entregarse a estas pequeñas fiestas sorpresa que nos regala el destino de vez en cuando!

Esta entrada se la dedico a mi gran amigo Arlo Hemphill, en un día muy especial de su vida. Arlo es escritor, conservacionista, explorador, y todo un superviviente. Le deseo todo lo mejor en esta nueva etapa que estrena hoy.

Foto: Daniel Alarcón Arias, en http://www.fotonatura.org/galerias/fotos/233858/

miércoles, 5 de octubre de 2011

Días de ceniza



En la ciudad donde vivo, esta semana sopla viento del Oeste, y en su paso arrastra las cenizas del volcán Puyehue hacia nosotros. El sol parece una luna llena apagada y mortecina, como una gran dama opacada tras un velo de luto, blanco grisáceo en lugar de negro. El lago apenas se vislumbra, y el horizonte se desdibuja en una especie de bruma opresora.

La ceniza vuela por todos lados, cubriendo de polvo todo lo que toca y apagando los colores de esta primavera que siempre solía asombrarme por su exhuberancia. Los resignados ciudadanos intentamos estar el menor tiempo posible al aire libre.  Vamos rápido de la casa al coche, del coche al colegio o a la oficina, y así, a pesar de la temperatura primaveral y de las horas de luz ganadas al invierno, pasamos la mayor parte de nuestro día encerrados en nuestras cajitas móviles e inmóviles, agazapados, deseando que llueva para que se limpie un poco el ambiente. Nos pica la piel, los ojos y la garganta, algunos sufren de dolor de cabeza, conjuntivitis o problemas respiratorios. Empezamos a preguntarnos cuánto va a durar este suplicio. La verdad es que aunque nos cueste reconocerlo, esta situación nos pone a todos de mal humor. Hace más de cuatro meses que el bendito volcán entró en erupción, y nadie sabe cuánto tiempo tardará en calmarse la bestia.

Hace un rato, mientras conducía mi coche y contemplaba la triste imagen del paisaje cubierto por esta especie de niebla seca e irritante, me esforzaba por hacerme consciente de que la belleza del lago, las montañas y los bosques, esa belleza rabiosa, exuberante y diversa que hace apenas unos días me maravillaba, sigue estando ahí, al alcance de nuestra mano, sólo que no podemos verla ni disfrutarla. En realidad, bastaría un pequeño soplo del viento del Este para que pudiéramos volver a respirar el aire puro  limpio de la montaña. El hermoso espectáculo de la cordillera patagónica se nos aparecería de nuevo en todo su esplendor, y volveríamos a encontrarnos en nuestro pequeño paraíso perdido.

Sin embargo, seguimos estando aquí, en el mismo lugar de siempre. ¿Cómo puede ser que un hecho tan caprichoso como un simple cambio de viento pueda sumirnos en esta especie de castigo sin remedio? Entre el cielo y el infierno, entre el gozo y el dolor, hay apenas un soplo de diferencia. Un pequeño cambio en el destino, y el paisaje, el aire, el agua, los bosques, se convierten en una caricatura grotesca de lo que nos parecía que eran. Solamente un pequeño filtro de ceniza, transforma nuestra realidad por completo. Parece que fuéramos incapaces de ver, de tocar, de respirar.

Hace tiempo que intento encontrar en las experiencias externas alguna clave sobre esta cosa a veces tan extraña que es la existencia humana. Y por eso trato de identificar cuántas veces nos ocurre algo parecido con nuestro estado emocional. Un simple cambio de aire, apenas imperceptible, en nuestro pensamiento, y de golpe lo vemos todo negro, velado, asfixiante. Necesitamos huir, escapar de esa relación, de ese trabajo que nos oprime, de este país que de pronto nos parece invivible. Quizás no seamos conscientes de que es un cambio de aire interno el que obró el cambio. Es mucho más fácil culpar a los factores externos de nuestra desgracia, que mirar hacia adentro, e intentar analizar porqué nos molestan tanto algunas personas, lugares o situaciones, qué es lo que cambió en nuestro interior que nos hace ver como insoportable algo que hace unos meses o unos años nos parecía maravilloso. 

Es verdad que a veces es necesario cambiar, moverse, desprenderse de lo que ya no nos sirve. Pero por otro lado, me parece sugerente imaginar que las cosas quizás no eran ni tan bellas antes, ni son tan horribles ahora. Por otro lado, hay realidades que nos persiguen desde que nacimos, y por mucho que nos empeñemos no podemos deshacernos de ellas, simplemente porque nos pertenecen. Esas realidades son nuestras pequeñas cruces personales, o trocitos de nuestro karma individual, y me gusta pensar que por algo estarán ahí. En momentos como éstos, cuando nos sentimos amenazados o ahogados por las circunstancias, puede ser interesante explorar qué pasaría si en lugar de resistirnos a ellas, intentamos abrir las ventanas del alma y dejar que corra el aire, permitir que el viento de nuestros pensamientos sople desde otro lado, llevándose lejos el velo de las cenizas de nuestra  percepción. Quizás con ojos nuevos, limpios, podamos ver la belleza escondida incluso en las cosas más horrendas, aquéllas contra las que siempre luchamos y de las que intentamos huir constantemente.

Termino de escribir esto y atisbo con alivio un pedacito de cielo azul a través de mi ventana (cerrada por supuesto, no vayan a entrar las cenizas en casa). En el horizonte, sin embargo, distingo una nueva nube de un color grisáceo inconfundible que probablemente se dirige hacia aquí. Habrá que seguir trabajando con los vientos interiores…