miércoles, 24 de agosto de 2011

Feliz sin razón





Nos hemos acostumbrado a buscar razones para ser felices: soy feliz porque tengo salud, o una familia que me quiere; soy feliz porque me apasiona mi trabajo; soy feliz porque creo en Dios; soy feliz porque no me falta el pan; soy feliz porque cada día ayudo a muchas personas; soy feliz porque estoy enamorado; soy feliz porque hoy salió el sol. Básicos o elevados, sencillos o sofisticados, todos tenemos nuestros motivos para la felicidad. Elaboramos estas razones instintivamente, como la planta busca el rayo de sol cada amanecer. Cuando algo empaña esta felicidad, echamos mano de un contrapeso, algo que justifique una sonrisa y equilibre la balanza de nuestro bienestar. Pero ¿somos capaces de concebir la felicidad incondicional, que no dependa de absolutamente nada que no sea el mero de hecho de existir, de estar vivos? Esa felicidad sin razón nos exige hacernos amigos de la vida, sin reservas, comprarla sin leer la letra pequeña. Casarnos con nuestra propia vida y con todo lo que nos traiga, pérdida y ganancia, alegrías y penurias, salud y enfermedad, llantos y risas.

Hace pocas semanas pasé unos días alrededor de una persona que no sólo parece haber logrado esa felicidad incondicional sino que es capaz de transmitir el sentimiento. Durante no pocos momentos, me sentí absolutamente feliz, y no podía achacarlo a nada en concreto. Simplemente era FELIZ, sin reservas. Es una sensación maravillosa, de libertad absoluta, y la acompaña una alegría tan fresca que lleva a la carcajada. Volví a casa con un dulce sabor en la boca y con la convicción de que la felicidad es posible siempre, pase lo que pase, en cualquier momento de nuestra existencia.

Se han desarrollado muchas fórmulas, claves y técnicas para lograr la felicidad interior, pero en realidad puede que se trate de algo tan sencillo como sacarnos la mochila, quitarnos por fin ese peso de encima y ponernos cómodos en nuestra propia piel. Esto puede resultar más fácil de lo que parece si tomamos consciencia de que nuestra existencia, que normalmente percibimos como algo sólido y concreto, en el fondo no es mucho más que un juego.  ¿Qué pasaría si fuéramos capaces de vivir jugando y no tomarnos nada, absolutamente nada, demasiado en serio, ni siquiera nuestra propia felicidad? Quizás el resultado sería una felicidad algo absurda, extravagante, pero intensa y pura, como la que sentimos cuando nos enamoramos. Enamorarnos de la vida, pero en lugar de idealizarla, relativizarla. Aligerarla, hacer con ella un avión de papel y lanzarlo lo más alto que podamos, como cuando éramos pequeños. Sin objetivo fijo, lanzar por el placer de lanzar.
Buscando una foto para acompañar esta entrada me encontré de nuevo con una imagen de mi infancia, que me transporta a esos momentos de alegría pura e incondicional, otra vez en compañía de mi querida prima Beatriz. La vida era un estupendo juego entonces. Desde la foto, la niña que yo era me mira con ojos pícaros y me dice que en realidad puede seguir siéndolo si simplemente me doy el permiso para vivirla así. Este es mi pequeño homenaje privado a esas dos niñas, y a un hombre extraordinario, cuya grandeza radica precisamente en su absoluta sencillez, casi  infantil. Os dejo con esta imagen, y con el deseo sincero, de todo corazón, de que seáis enormemente felices, con razón o sin razón.

lunes, 8 de agosto de 2011

Momento Presente


Banderines de colores ondeando al viento. Las figuras caprichosas que forman las nubes, tan solo por un segundo antes de desarmarse. La torre de la catedral que quiere arañar el rabioso azul del cielo. Una nota musical suspendida en el aire. Son puertas a la magia, a la perfección del momento presente. Si somos capaces de detenernos en su umbral por solo un instante, nos descubren un mundo totalmente distinto, más vibrante, pleno, eterno. Y sin embargo, este mundo es idéntico en lo formal al que siempre vivimos. Sólo tiene otro sabor. Los colores son más vivos, los sonidos más plenos, la luz más profunda. El espacio se hace visible, cobra sentido, es la nada que lo contiene todo, el vientre materno de todas las criaturas, de toda la materia, que se vuelve ligera, transparente. Es como si el mundo que generalmente percibimos no fuera más que una burda imitación, una fotografía velada y sucia, del mundo real. Esta fotografía no logra reflejar ni por asomo la absoluta belleza, el milagro de lo impermanente, la eternidad de lo que está en cambio constante.

Si estamos atentos y somos capaces de frenar el parloteo de nuestra cabeza, aunque solo sea parcialmente, y dejamos de revivir el pasado o planificar el futuro, nos daremos cuenta de que cada día recibimos cientos de invitaciones a entrar en el jardín secreto, a cruzar del otro lado del espejo, a seguir al conejo blanco. El vuelo del cóndor sobre las montañas, el gato negro que se te cruza en el camino, el silencio de la nieve al caer, el colibrí suspendido en el aire aleteando cien veces por segundo, la sonrisa de tu hijo cuando le vas a buscar al colegio, el viejito cruzando la calle a paso de tortuga, apoyado en su bastón, aparentemente ajeno al ruido y la prisa de la calle.

Hay infinitas puertas. Si conseguimos abrirlas y entregarnos a ellas, aunque sea por una décima de segundo, derribaremos el muro de metracrilato que nos separa de la experiencia, y el mundo bello, real, puro y urgente, se abrirá ante nosotros como un milagro. Podremos incluso sentir que somos parte de ese milagro, que estamos dentro del universo pero que también contenemos el universo en nuestro ser. El más pequeño de nuestros átomos late con el pulso del universo y el universo late dentro de él. Este es el misterio de la vida. Quizás la felicidad consista en no buscar la respuesta, solo sentir la pregunta y maravillarse ante ella.